LA HABANA DE MARIO CONDE

No puede decirse que La Habana y Mario Conde (el investigador creado por Leonardo Padura, no el banquero) sean el mismo personaje, pero podrían serlo. En la tristeza, en la añoranza, en la desilusión y en la perenne escualidez del Conde nos tropezamos con los paisajes repetidos apenas abandonamos la calle Obispo o la postal de colores desvaídos que es el Malecón. También en su forma, caribeñamente machista, de calibrar a las mujeres, y en su inacabable idilio con rones de cualquier precio. Una ciudad orgullosa y decrépita, esperanzada y ruinosa, como el alma prematuramente envejecida de este policía que quiso ser escritor y terminó en la compraventa de libros viejos. Hay decepción en las calles de La Habana, pendientes siempre de la supervivencia, y hay decepción en un Mario Conde cuyo pasado, diga lo que diga el título de su novela debut, tampoco fue perfecto.

Paseando por sus calles, evitando las más engalanadas para solaz del turista, aspirando el olor a carburante mal quemado, podemos, como el Conde, arrastrar nuestro agotamiento desde la Plaza de la Revolución hasta la orilla del mar, protegidos por la sombre de los muchos árboles que flanquean la calle Paseo. Podemos alejarnos hasta la Víbora, donde estudió, o incluso buscar en el Floridita algo de ron y Hemingway. Pero probablemente no lleguemos a sumergirnos en los barrios sórdidos a donde solo es capaz de guiarnos el Conde, a esos apartamentos colgados de edificios sin escalera a los que se accede por pasarelas de tablas decrépitas tras pagar la tarifa exigida por unas mujeres enflaquecidas de sida y pegamento.

Conde, además de con mujeres, sueña con una casita en Cojimar, muy cerca de la costa, una casa de madera y tejas. No es un mal sueño. La Habana de fachadas raídas y mansiones señoriales cuyas bibliotecas se malvenden a cambio de la supervivencia, de extranjeros engreídos imponiendo el poder del dólar, de buscavidas y jineteros, quizá no sea una ciudad idílica donde vivir. Pero es un lugar perfecto para soñar.