BARCELONA

10.09.2019 13:33
Hay que abandonar el puerto, sembrado de torres de cristal y neón. Hay que olvidar el rumor incesante del tráfico, dueño y señor de las grandes avenidas. Hay que esperar a la noche, escasos momentos de una calma tan frágil que parece romperse con el halo de la respiración. Entonces, en la imposible oscuridad de las farolas, las siluetas conocidas de las calles se transfiguran, renacen y mueren para seguir viviendo en un segundo. El repetido perfil de unas fachadas fusiladas de flashes y de halagos exhibe entonces dibujos inimaginables a unos turistas ávidos de robar imágenes, incapaces de captar el alma altiva de la ciudad. Bordear la elegancia gótica de los callejones escuchando el rumor de tus propios pasos y la respiración cadenciosa de las piedras, empequeñecerse bajo arcos y arbotantes mientras las gárgolas espían desde sus atalayas es imprescindible para intuir entre la sombras las olvidadas leyendas que trenzaron la grandeza de una urbe pendiente siempre del futuro. Las manos en los bolsillos, el sueño prendido de los párpados, camino sobre las mismas losas que, siglos atrás, surcaron guerreros, próceres y mendigos, recreando en mi imaginación, o en un mundo paralelo, sencillas historias de gloria cotidiana. Quizá la madrugada me devuelva a una realidad aburrida, a una rutina de carreras, de estrés y comida rápida. O, quizá me resista a desprenderme de su embrujo. Quizá sepa navegar en esta marea de lenguas y culturas sin perder la esencia de la vieja ciudad condal, sin olvidar sus silencios, el misterio cambiante de sus muros y la amabilidad recia de sus gentes.